Polvo, en este rincón todo es
polvo, me siento como esos juguetes viejos de los que siempre me mofé, esos que
los niños transforman y despedazan, como vaticinando la profecía de sus
adentros en el mundo.
Pasa el tiempo y aún no me puedo
convencer del abandono y la voracidad de
sus mandíbulas. “Adolescente”, ¿Qué tipo de palabra es esa?, escucho a su madre
contarle historias de viajes interminables hacia un abismo que no comprendo,
que estudiar, que casarse, que sentar cabeza; yo tan sólo quiero volver a
escuchar mi nombre en las esquinas de este recoveco, mi nombre rebotando en los
muros y en el eco de tantas remembranzas.
Recuerdo cuando nos conocimos,
para ser honesto, ni siquiera recuerdo bien de donde provengo, todo era
bastante oscuro para entonces, lúgubremente cálido para ser más exacto. Abrí
los ojos de pronto y ahí estaba, una criaturita de no más de 40 centímetros,
desaliñada y agotada de tanto llanto, parecía unos de esos brotes que se cierra
por las noches y de pronto, quebrando el alba, alza sus brazos para irrigar a
su cuerpo del sol y su vaivén errante. Sollozaba quizás que extrañas lenguas
(aún no sintonizábamos), como perdido por el mundo, como buscando yugo y fue
justo en ese instante cuando me observo por primera vez, abrió todas mis
puertas, hurgo en todas mis gavetas y se quedó a vivir en mí.
Como olvidar la primera vez que
oí mi nombre, como su pequeña boca
hilaba sonidos irreconocibles para cualquier adulto, como con sus pequeñas
manos, refregó sus lágrimas para observarme bien, para reconocerme en su
soledad. Y ahí estaba yo, vibrando de emoción, conteniendo lo que en ese
instante aún no parecían palabras, pues él debía predeterminar nuestros
mensajes, él comandaba mis pasos, mi
lengua y mis palabras. Finalmente se acercó, arrastró su cuerpo por el parqué
que sostenía a esos muros, madera
constantemente encerada por la criada y que mantenía siempre un aroma a
lavanda, alzo la vista para analizar la
veracidad de mi existencia, del peso de mi alma pululando en sus entornos y algo
balbuceo. Al principio fue difícil decodificar lo que decía, pero a medida que
paso la tarde todo era más claro, finalmente me sentía parte de algo.
Nuestro universo era perfecto.
Por las tardes descubríamos horizontes más allá de nuestras expectativas,
éramos conquistadores de tierras inhóspitas, esperando a ser dominadas; a veces
científicos en busca de los males más nauseabundos de esta tierra y muchas
veces piratas, conquistando tierras bajo la mesa de una tierra llamada “cocina”, en donde todo
utensilio para nosotros era un arma, detalle que su madre a veces castigaba con
menos horas de televisión o helado después de la cena, pero no importaba, su
imaginación era mucho más vasta, mucho más nutritiva y colorida que cualquier
programa sin sentido o cualquier confeti azucarado.
A medida que pasaban los años quise
ser exorcizado y desterrado más de alguna vez por algo que los adultos llaman “Psicólogos”,
la verdad nunca logré entender muy bien de que se trataba, sólo sé que trataban
de convencer al mundo de que seres como yo no existían en su realidad, algo que
afortunadamente nunca sucedió. Pero algo
extraño estaba pasando a cambio, comencé a experimentar extrañas sensaciones;
en muchas ocasiones no lograba comprender lo que ÉL decía, o lo que comentaba con
otras personas. Comenzó a dirigirse menos hacía mí, pues pasaba largas horas
frente a una pantallita destellante que robaba toda su atención. La habitación
comenzaba a ser un vacío enorme del cuál no podía escapar: y su voz se volvía
gigante, como la de un adulto.
Hoy sólo me observa, me saluda a
ratos, pero no se atreve a hablarme. A veces lo oigo mencionar mi nombre, pero
como algo absurdo, como contándole a sus amigos la tontería que había creado en
su cerebro. Al menos aún está mi retrato
en medio de sus dibujos, entre las fotografías de su niñez en el taburete de su
padre.
No conocía el miedo hasta estos
días, cuando me desvanezco, cuando siento que envejezco, que me hago traslúcido,
que la luz me atraviesa y me vuelvo etéreo. Me pregunto si existe algo así como
un asilo para amigos imaginarios, pero luego pienso lo triste que debe ser no
comprender todos esos dialectos, el lenguaje único que existe entre un niño y
nosotros como su primer amigo y creación; mirarse a los ojos y descubrirse en
el abandono, transmitiendo el mismo miedo. La verdad, no me da miedo
desaparecer, solo me da miedo ser olvidado.